sábado, 8 de abril de 2017

Crónicas de la calle 44: ” io parlo italiano”.


Toby, el saxofonista del Capri, solía decir que hay muros que no se construyen con ladrillos. Él, al que habían roto el corazón tantas veces que era incapaz de recordar el número, siempre se acordaba de los muros que un corazón destrozado evoca: el desprecio, el silencio, la indiferencia. Sin embargo el bueno de Toby, cuyos únicos pecados conocidos eran tocar el saxo como el mismo Lucifer y haber amado por encima de sus posibilidades, se olvidaba de muros más mundanos. Para mis padres, la barrera del idioma fue la primera montaña que hubieron de escalar.

Durante el viaje, el italiano era el idioma oficial. Todos los pasajeros éramos de allí, la tripulación también en su gran mayoría y hasta el propio Wladimir, aunque ruso de nacimiento, llevaba más años en Nápoles que el eterno Vesubio. No hizo falta en todo el trayecto hablar otro idioma. Incluso al pisar tierra americana, Bruno nos ayudó a llegar a Indianápolis y una vez allí, pronto encontramos a Marco, que nos trajo hasta la puerta de la taberna.

Mi padre me contó que fue al llegar a La taberna del ahorcado cuando de verdad se dieron cuenta de que estaban lejos de Italia: aquello era otro mundo. Las risas, los besos, el humo del tabaco y hasta el silencio incómodo y momentáneo que se produjo al vernos entrar, se inscribían en una partitura pintada en otro idioma. Seguramente, una familia con maletas y dos niños pequeños en aquel local debían de destacar lo mismo que una sotana en el burdel de Marley. Era hora de comer y la parroquia, que casi llenaba la taberna, se entregaba a ello. Pero cuando entramos, y por un breve instante, se detuvo la música de los cubiertos contra los platos.

La carta que habíamos recibido de mi tío Carlo, era en realidad bastante escueta. Sólo nos ofrecía trabajo y porvenir en un negocio que quería ampliar. Al citarnos en esa dirección, mis padres estaban convencidos de que el negocio en cuestión era la propia taberna. Lo recargado del ambiente y de la decoración, unido a que no entendíamos nada y a que por allí no se veía ni por asomo a mi tío, descolocó al principio a mis padres. De hecho, una vez dentro del local y casi debajo de la horca, se quedaron paralizados como si hubiera alguien que debía de darles permiso para terminar de entrar.
Mi padre, vestido con una sudada camiseta interior de tirantes, que anhelaba ser blanca como antaño, y el mismo traje desgastado de franela gris que portaba desde que salió de Nápoles, se buscó en los bolsillos de la americana la carta de tío Carlo y con ella en la mano se dispuso a acercarse a la barra, de dónde salía a nuestro encuentro una mujer de dimensiones ciclópeas moviéndose con la pesadez de una morsa en tierra.

Mi padre, que ya tenía la carta de mi tío en la mano, comenzó a enseñarla, brazo en alto, exclamando que sólo hablaba italiano y que buscaba a Carlo Rossi.
– ¿Carlo Rossi? Parlo italiano, io solo parlo italiano.
Quien venía a nuestro encuentro no era otra que Constanza Williams, la reciente viuda del difunto Martínez.

Dos cosas se aliaron para hacernos menos escarpado ese momento. De una parte, que Constanza Williams imaginó quiénes éramos y salió a recibirnos y, de otro, que la amistad que cultivaba con el matrimonio Rossi, sobre todo con Margaret, le hacían chapurrear un italiano básico y macarrónico pero que fue suficiente para poder entendernos.

Mi padre le mostró la carta que su difunto marido había redactado en nombre de tío Carlo tres meses atrás. Constanza pareció reconocerla al instante, pues sacó una sonrisa forzada de alguna indeterminada zona entre la boca del estómago y el corazón, haciéndonos un gesto para que la siguiéramos. En su tosco italiano nos dijo que nos sentáramos, que iba a llamar a Carlo por teléfono y que, mientras, nos servirían la comida. También hizo un esfuerzo extra para hacernos entender que estábamos invitados.

Mi madre siempre recordaba el sabor de esas alubias guisadas que se tomaron en La taberna del ahorcado el día en que llegamos a Chicago porque decía que sabían a sosiego picante. Por una parte, era una costumbre casi olvidada el poder comer sentados a una mesa un plato caliente como dios manda. Llevábamos un mes comiendo sentados en cualquier sitio, en cuclillas o encima de cajas, bidones o cosas por el estilo. Se agradecía el sosiego que aquella sensación transmitía. Pero de otra, mi madre no olvidaba el presentimiento que la embargó al bajar de la camioneta, y de ahí el picante.

Es curioso que mi pobre madre recordase ese plato de alubias así, de esa agridulce manera. La verdad es que cambiaría mi vida porque mi padre le hubiera hecho caso y hubiéramos regresado a Nueva York.

Tío Carlo se presentó a los postres. Mi padre que lo vio llegar, se levantó y se fundieron en un abrazo.
– ¡Tonino, qué alegría! Como no contestaste a mi carta no estábamos seguros de que al final vendríais.
– La última vez que te vi, íbamos en pantalón corto en nuestras bicicletas a espiar a las muchachas cuando se bañaban en esa cala de Pollisipo ¿cómo la llamábamos nosotros? No recuerdo… ¿San Pietro? Y ahora mírate, hecho un hombre. Casado, con una mujer bellísima y con dos niños.

– Si Carlo, ocho años… cómo pasa el tiempo. Te presento a Isabella, mi mujer. Los niños son Ornella y Luca – contestó mi padre completando las formalidades propias del momento.
– Es un placer señora – dijo besando levemente el dorso de la mano que mi madre le tendió.
– Posillipo – corrigió mi madre –, el sitio se llamaba Posillipo y la cala creo que no tenía nombre. Yo iba a bañarme con mis amigas y mis primas allí – dijo mi madre sonriendo divertida a Carlo, que se turbó un tanto al pensar que había espiado a la mujer de su primo.
– Permítame entonces que saque la pata con decoro de donde la he metido señora. Le ruego me disculpe.
Todos rieron y, por un momento, nos sentimos en casa.
Mi tío se sentó a la mesa. Había muchas cosas de qué hablar mientras daba cuenta de sus alubias. Fue una charla salpicada de recuerdos y añoranzas. Carlo Rossi quería saber noticias de sus seres queridos en Italia, pero también quería ponernos al día de cómo estaban las cosas aquí. Así que la charla iba y venía de un lado a otro en delicioso desorden.
Nos contó en qué consistía su negocio de reparto de leche y, como decía en su carta, que pensaba ampliarlo.

– Por eso te escribí. Necesito ampliar el negocio, pero quiero alguien de confianza. Contigo aquí compraré otra camioneta y podremos repartir los dos. Yo no doy abasto y cada vez acabo más tarde el reparto. Algunos clientes se me han quejado porque cuando se levantan no tienen su leche para el desayuno.

Se enteró de las dificultades que pasábamos en Italia por pura casualidad, un día que se encontró en Michigan Boulevard con Atilano Marcotta, un conocido de ambos en Nápoles. Atilano, ni siquiera esperó a que cerrase la fábrica. Cuando las perspectivas eran grises tomó la decisión de probar suerte en Denver, en donde un familiar le podía ayudar. En su camino se quedó sin fondos en Chicago y aceptó un trabajillo temporal como chófer de un picapleitos de tres al cuarto con necesidad de aparentar más de lo que era para poder cerrar un trato.

– Si no vine antes fue porque Luca acababa de nacer cuando recibí tu carta. Pero en cuanto el bebé tuvo dos meses e Isabella estaba repuesta del parto, vinimos para acá – explicaba Tonino Salerno –. Te traigo una carta de tus padres – le anunció entregándosela.

Mi tío nunca fue a la escuela, ni sus padres tampoco. Podía distinguir una buena tierra de cultivo de otra que no lo fuera y conocía los pájaros sin necesidad de verlos, sólo por sus trinos. Sabía a ciencia cierta si llovería esa tarde o mañana mirando al cielo, pero era incapaz de distinguir las letras. Mi padre, que vio la expresión de su rostro, comprendió que aún no sabía leer.

– ¿Prefieres que te la lea yo?
– Si, por favor.
– Y sin embargo, has aprendido a hablar inglés ¿verdad?
– El idioma lo aprendes a la fuerza Tonino, casi sin querer – contestó.
– Haremos una cosa Carlo. Hace tiempo que no hacemos cosas juntos. Yo te enseño a leer y escribir y tú nos enseñas a hablar inglés.

La carta estaba escrita con una letra infantil. Todo cuanto en ella había escrito eran novedades que Carlo escuchaba con atención. Historias de su gente querida. Sus padres estaban bien, dentro de la dureza de los tiempos que vivían. El pequeño taller de zapatería daba lo justo para vivir y no les faltaba un plato caliente a la mesa. A su padre, todo corazón, se le rompía el alma al ver un niño con sus zapatos rotos, sin suelas o con agujeros en la punta y por eso fiaba a gente a la que no sabía cuándo podría cobrar. A veces, si no tenían con qué pagar unos zapatos nuevos o remendados, le llevaban un queso en pago. O una hogaza, o un saco de harina, o unos huevos. 

El trueque funcionaba como ensayo de supervivencia de lo que vendría más tarde, cuando la guerra estallase. Sus abuelos maternos habían muerto con pocos meses de diferencia. Hacía ya cinco años de aquello. Por las mismas fechas falleció también Adriana, su abuela paterna. Fabio, el abuelo que le quedaba, vivía con sus padres desde entonces. Pero no todo eran penas. Gina, su hermana mayor se había casado y tenía dos niños. Alexandra, la mayor de seis años, era quien escribía la carta. Y Francesco, su hermano pequeño al que tanto añoraba, se alistó en el ejército hacía años, era sargento en ese momento y le iba bastante bien. También contaba algo de cómo le iba al resto de la familia. Su primo Dino, también había emigrado a América. “Quizás lo veas por allí” decía como si América fuera el patio trasero de su casa. 

También contaba algo que a Carlo le hizo componer una mueca amarga disfrazada de sonrisa nostálgica: Silvana, se había casado…Y terminaba la carta apostillando que siempre les gustó esa chica para él.
– En momentos así, envidio a las mujeres y cómo ellas lloran las emociones – dijo conmovido.

Los primeros meses fueron una lucha sin cuartel contra el idioma. Para que mi padre memorizara las rutas y las calles de Chicago, al principio iban juntos en una misma camioneta. Ese tiempo era aprovechado para empezar a lidiar con el inglés. Mientras, tía Margaret hacía lo propio con mi madre y con Ornella, que ya creció bilingüe. 

Tiempo después, cuando yo fui capaz de emitir sonidos que no fueran lloros o balbuceos, sería mi turno, más de eso no fui consciente. Mis padres, quisieron que mi lengua materna fuera el inglés. Según nos contaba mi madre, iluminado su rostro por la sonrisa profunda del alma, se dio la curiosa circunstancia de que cuando Ornella tenía cuatro o cinco años era la que hablaba un inglés mejor y más fluido, aunque fuera un lenguaje infantil, pero aquello nos vino bien a todos ya que la niña se pasaba el día corrigiendo a mis padres errores de pronunciación. De modo que, cada uno a su ritmo, aprendimos el idioma que nos servirían de vehículo en esa tierra: mi tierra, mi país, mi patria.

Toby, el saxofonista del Capri, siempre fue más diestro con un vaso de whisky que con el saxofón. A éste lo manejaba como si fuera una guadaña oxidada, mientras que del fondo de un vaso de whisky sabía sacar música. La vida, como él decía cuando se ahogaba en alcohol, es un cúmulo de casualidades venturosas o desgraciadas que gobiernan nuestros pasos sin que nos demos cuenta.

Si mi tío y Atilano Marcotta no se hubieran visto por puro azar aquél día en que ninguno de los dos tenía previsto estar ese día y a esa hora ahí, quizá Carlo Rossi no hubiese sabido de las dificultades que sufríamos en Italia. De no encontrarse, mi tío no hubiera escrito la carta y quizás mi padre hubiera encontrado algún empleo allí y yo hoy, escribiría en italiano mi historia, como la de un hombre normal que nació y vivió en Nápoles, que heredó el puesto de trabajo de su padre en donde terminó jubilándose. Que se casó en la misma iglesia napolitana que sus padres y sus abuelos y que tuvo cuatro o cinco hijos, que terminaron llevando vidas similares a la de su padre.

Pero como Toby decía, siempre hay una Eva en el camino que nos cambia la vida para siempre, pero eso es otra historia…

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